Uno de los rasgos más notorios de la actual política económica es su capacidad para instalar temas, condicionar la agenda pública y sostener un relato coherente desde lo comunicacional. Pero hay un límite: la macroeconomía tiene su propio idioma. Y aunque se la omita o se la relativice, la acumulación de reservas —o su ausencia— sigue siendo una variable central para evaluar la sostenibilidad del programa en curso. La economía argentina no logra recomponer su posición externa, y eso genera tensiones que empiezan a ser inocultables. El síntoma es claro, pero el Gobierno se niega a nombrar el problema.
Desde el inicio de la gestión actual, el peso se ha apreciado en términos reales como resultado de utilizar el tipo de cambio como ancla nominal en un contexto de alta inercia inflacionaria (alta relativa a la depreciación del peso). El resultado es que el nivel actual no promueve un superávit externo genuino. Las exportaciones pierden competitividad, las importaciones se abaratan en términos relativos y el balance comercial, lejos de ser holgadamente positivo, se vuelve insuficiente como fuente de acumulación de reservas. Esto no sólo afecta el ingreso de divisas, sino también la asignación de recursos en la economía: sectores transables debilitados, consumo de bienes importados subsidiado de facto, y señales confusas para la inversión.
Pese a que el discurso oficial insiste en que el tipo de cambio no es un problema —y que el “peso fuerte llegó para quedarse”—, las medidas adoptadas por el propio Gobierno desmienten esa premisa. En las últimas semanas se han multiplicado los intentos por captar dólares por cualquier vía: blanqueos de capitales, emisión de deuda, facilitación del ingreso de capitales especulativos. El objetivo no declarado es el mismo que antes se relativizaba: recomponer las reservas del Banco Central. Pero al no lograrse a través de ingresos de la cuenta corriente externa, se recurre a mecanismos alternativos que, aunque útiles en el corto plazo, no consolidan una mejora estructural.
Este desajuste entre relato y acción debilita la credibilidad del programa. Porque si las reservas no crecen, el mercado interpreta —con razón— que hay una fragilidad de fondo que no ha sido resuelta. El riesgo país, que había alcanzado su punto más bajo en enero (559 puntos básicos), volvió a instalarse por encima de los 670 y no logra perforar ese piso. El diagnóstico es claro: sin reservas no hay garantía de cumplimiento, y sin cumplimiento no hay confianza. Lo que las autoridades consideran un tema menor, los inversores lo siguen observando como una señal decisiva sobre la solvencia futura del país.
La acumulación de reservas no es un capricho del Fondo Monetario ni un indicador técnico irrelevante. Es la condición que permite consolidar otros logros: reducir la inflación de forma sostenible, bajar el costo del financiamiento, estabilizar el frente externo, ordenar las expectativas. Sin ese respaldo, cualquier shock externo o pérdida de confianza puede poner en riesgo los avances alcanzados.
El Gobierno ha sido exitoso en bajar la inflación y en imponer un esquema fiscal y monetario mucho más ordenado. Pero no debería subestimar los desafíos que siguen abiertos. En el centro de ellos está el tipo de cambio real, el problema que no se nombra, pero que todo lo condiciona. Mientras no se lo enfrente, la recuperación será más frágil, los dólares seguirán siendo escasos, y el programa dependerá más del relato que de su consistencia interna. La política puede construir sentido. Pero la macroeconomía, antes o después, impone sus propios hechos.