La economía argentina experimentó en los últimos meses una marcada desaceleración en la tasa de inflación, y el 2.7% de octubre, la cifra mensual más baja desde que se lanzó el programa de estabilización en curso y la menor desde noviembre de 2021, reafirma la tendencia declinante.
En cuanto al desglose en sus principales componentes, octubre trajo la novedad de que la inflación núcleo (2.9%) resultó superior al promedio, algo que no había sucedido en todo el año. También hay que remarcar el reducido aumento de los precios regulados (2.7%) y de los estacionales (1.4%), que también muestran los incrementos más bajos del año y que contribuyeron a que el índice promedio se ubicara por debajo del 3% mensual.
El reducido aumento de los precios regulados, que no crecían por debajo del 3% desde enero de 2022, no es un dato menor, por cuanto confirma la estrategia oficial de postergar la corrección de precios relativos que aún sigue incompleta.
La reducción de la inflación es (y debió haber sido desde hace mucho tiempo) un objetivo prioritario en Argentina, no sólo por su impacto en el poder adquisitivo de los hogares y la pobreza, sino también porque un entorno de precios más estables es crucial para la recuperación y el crecimiento económico, y debe ser bienvenida.
No hay nada más progresista en la Argentina de hoy que bajar la inflación, a pesar de los costos de corto plazo que puede acarrear la desinflación. Sobre todo cuando no es posible pensar en políticas productivistas o de desarrollo si no se despeja de manera perceptible, y sobre bases sustentables, la inestabilidad nominal. En tal sentido, resulta sorprendente que todavía se escuchen voces o se defiendan posiciones que parecen ignorar la experiencia de tantos años de inestabilidad macro y ausencia de crecimiento.
Los signos en el frente inflacionario son alentadores, con una desaceleración que ha sorprendido a propios y extraños, y que se ha dado en un contexto político desafiante, derivado de la orfandad del presidente Milei en materia de representación parlamentaria y territorial. Sin embargo, buena parte del éxito en la reducción de la inflación responde en buena medida a la estrategia de un crawling peg (deslizamiento controlado del tipo de cambio) de solo un 2% mensual desde diciembre pasado, muy por debajo de las tasas de inflación observadas (a lo que se le suma la corrección de precios relativos incompleta que mencionamos en el primer párrafo).
La apreciación real del peso resultante de esa política, que si bien ha ayudado a moderar la inflación, podría estar sembrando las semillas de una futura inestabilidad. Este fenómeno no es nuevo: en episodios de estabilización anteriores en Argentina, como los planes Austral y de Convertibilidad, la apreciación real fue un factor que permitió bajar la inflación en el corto plazo, pero también generó desequilibrios que eventualmente resultaron insostenibles.
El principal riesgo de esta apreciación es que afecta la competitividad de los sectores exportadores y de aquellos que compiten con importaciones, lo cual puede tener un efecto negativo en la balanza comercial y en el nivel de actividad económica en el mediano plazo.
En un contexto de escasez de reservas, de generarse dudas sobre la capacidad del sector privado de generar un saldo positivo de divisas, se podrían generar tensiones en el sector externo, que, de agravarse, podrían obligar a una devaluación abrupta con efectos inflacionarios.
Tengamos presente además que, producto del triunfo de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales de los Estados Unidos, el dólar se ha apreciado en el mundo, y las principales monedas de la región (sobre todo el real brasileño) han mostrado una importante debilidad. La fortaleza de un peso apreciado versus un real debilitado puede ser un cóctel peligroso tanto en el corto como en el mediano plazo. Recordemos en este sentido, que uno de los motivos centrales de por qué la Convertibilidad no pudo sostenerse fue la fuerte depreciación de la moneda brasileña que tuvo lugar entre 1998 y 1999.
A la luz de los antecedentes históricos y de los desafíos estructurales de la economía argentina, es crucial preguntarse si el programa de desinflación será capaz de sostenerse con un peso que, en el escenario más probable, seguirá apreciándose (aunque a un ritmo más lento si la inflación se mantiene en los niveles actuales) sin generar expectativas de un ajuste cambiario futuro que revierta los avances logrados.
La sostenibilidad de esta estabilización, por lo tanto, dependerá de cómo se maneje la política cambiaria de ahora en más. Es correcto lo que sostiene el presidente Milei y su ministro de Economía de que una Argentina con equilibrio fiscal, un balance del Banco Central saneado, con un Estado más eficiente y un sector privado desregulado puede tolerar u operar normalmente con un peso fuerte, pero esa Argentina yace o nos espera en el futuro. La Argentina de hoy tiene más rasgos de la del pasado que la del futuro al que pretende llegar el presidente, y la política cambiaria no debería perder de vista esa situación.
En síntesis, el dato difundido por el INDEC confirma la tendencia declinante de la inflación, que vuelve a perforar un piso que parecía, hace un par de meses atrás, infranqueable, y refuerza la percepción de éxito del programa de desinflación en marcha. Sin embargo, el programa no está exento de riesgos estructurales, y su sostenibilidad puede verse cuestionada y, eventualmente, amenazada por la apreciación real del peso derivada de la actual política cambiaria.