En una economía como la argentina, habituada a vaivenes extremos, el estancamiento puede parecer un alivio. Pero cuando se lo examina con más detenimiento, especialmente tras un ajuste tan profundo como el actual, esa aparente calma revela una preocupante inercia. La actividad económica muestra señales de cansancio, y lo hace justo cuando el Gobierno necesita que se encienda algún motor de crecimiento que le permita sostener la estabilización, sin profundizar los costos sociales y políticos del programa (o, en otras palabras, que le permita ganar en forma contundente las próximas elecciones de medio término).
Los últimos datos del Estimador Mensual de Actividad Económica (EMAE) dan cuenta de esa fatiga. En marzo, el nivel de actividad cayó 1,8% respecto de febrero, interrumpiendo una racha de diez meses consecutivos de crecimiento. Aun cuando en la comparación interanual el indicador muestra una mejora del 5,6%, este crecimiento se explica en parte por una baja base de comparación y por sectores específicos, más que por una recuperación generalizada. Lo mismo puede decirse de otros indicadores como la producción industrial o la construcción, que sugieren que el parate de la actividad a fines del primer trimestre de este año fue bastante generalizado.
Otro síntoma revelador de una actividad económica en pausa se encuentra en la recaudación tributaria. En mayo, los ingresos del Estado nacional, medidos en términos reales, cayeron un 18% interanual. Si bien la caída puede explicarse principalmente por el derrumbe de la recaudación del impuesto a las ganancias y la desaparición del impuesto PAIS, el IVA apenas creció un 3% por encima de la inflación (acumulando un aumento de sólo el 2% en los primeros cinco meses del año). Esto confirma lo que ya se percibe a nivel de calle: vastos sectores de la población no logran mejorar su ingreso disponible, lo que limita su capacidad de consumo y, con ello, restringe el crecimiento de la demanda agregada.
Del lado de la inversión, el panorama no es más alentador. La persistencia de la incertidumbre macroeconómica, las dudas sobre la sostenibilidad del nuevo régimen cambiario (dado que el BCRA sigue sin acumular reservas) y la falta de señales políticas claras (que faciliten el tratamiento futuro de leyes claves) dificultan la generación de un shock de confianza que destrabe las decisiones de inversión. Ni la apertura comercial ni la desregulación, por sí solas, parecen suficientes para revertir esta situación, al menos en el corto plazo.
En este contexto, el Gobierno enfrenta un dilema: ha logrado hacer un ajuste fiscal inédito y una reducción de la tasa de inflación muy valorada por la opinión pública, pero no consigue aún encender motores que permitan sostener esos logros en un marco de crecimiento económico sostenido. El tiempo del rebote quedó atrás y ahora la duda es cómo, o en base a qué, seguirá creciendo la economía.
Desde la perspectiva oficial, expresada por el presidente Javier Milei en su reciente columna de Infobae titulada “Tiempo para el crecimiento”, el camino hacia el desarrollo no pasa por estimular el consumo interno ni por fomentar las exportaciones como motor principal. Por el contrario, Milei sostiene que “pensar una estrategia de crecimiento liderado por las exportaciones tampoco tiene sentido, ya que implica exportar ahorro y por ende menos inversión”, y critica abiertamente la receta keynesiana de estimular la demanda agregada a través del gasto fiscal y la redistribución del ingreso. En su visión, el crecimiento económico sostenible se logra a través de la acumulación de capital físico y humano (inversión), financiada por el ahorro interno o externo, en un marco de respeto irrestricto a la propiedad privada y de desregulación económica.
Más allá de que no compartimos, la visión presidencial de que no tiene sentido favorecer el crecimiento a través de las exportaciones, está claro que a cortísimo y corto plazo el camino tal vez tenga que ser otro. Sin embargo, el planteo presidencial de centrar el crecimiento en la acumulación de capital genera el interrogante de si será posible una mejora efectiva y rápida del nivel de actividad.
Tengamos presente que la demanda agregada es consumo dependiente (explica alrededor de un 70% del PBI) por lo que el menor peso de la inversión (y de las exportaciones) demanda tasas de crecimiento muy significativas de estos dos componentes para generar un crecimiento perceptible del nivel de actividad y del empleo. El interrogante se vuelve entonces especialmente relevante en un contexto donde el consumo enfrenta obstáculos significativos para volver a activarse (sobre todo en las capas medias y bajas de la población) y las expectativas empresarias no terminan de allanar el camino para un salto de la inversión.
En suma, la economía argentina parece haber entrado en una zona de estancamiento que no se explica sólo por cuestiones coyunturales, sino también por la falta de condiciones estructurales y políticas para revertirla. Mientras el consumo permanece deprimido y la inversión no reacciona, el desafío pasa por diseñar una estrategia de corto plazo que no sea un obstáculo para los objetivos de mediano y largo plazo y que combine estabilidad con crecimiento.
Para ello, el Gobierno puede trabajar activamente sobre las expectativas: construir un horizonte de previsibilidad creíble, despejar dudas sobre la sostenibilidad del régimen económico (con foco en la sostenibilidad de la política cambiaria) y mostrar que detrás del ruido político hay un rumbo. La diferencia entre estancamiento y recuperación puede no venir de nuevas medidas, sino de una mejor articulación entre las que ya existen, una narrativa y una estrategia política más coherentes y una comunicación más efectiva.