Los riesgos latentes del plan económico: qué puede poner en jaque su sostenibilidad

(Por Luis Secco - economista y director de Perspectiv@s Económicas) El programa económico ha logrado bajar la inflación y ordenar las cuentas públicas, pero enfrenta tensiones crecientes en el frente cambiario, fiscal, político y social. La sostenibilidad del rumbo dependerá de cuánto tiempo puedan postergarse las correcciones pendientes.

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La política económica, en su esencia más profunda, es el arte de administrar riesgos. Ningún programa es inmune a tensiones, y toda estrategia de estabilización implica decisiones que priorizan ciertos objetivos en desmedro de otros. En el caso del actual gobierno, la elección fue clara: el principal enemigo a vencer era la inflación. Y alrededor de esa prioridad se diseñó todo el programa económico.

Los resultados, en ese plano, son evidentes. En menos de un año, la inflación descendió de niveles superiores al 25% mensual a cifras por debajo del 3%. Se logró un ordenamiento fiscal y monetario que incluyó superávit primario, caída real del gasto y un Banco Central menos intervencionista. La novedad no fue sólo técnica: el presidente construyó su liderazgo sobre la base de una narrativa en la que el ajuste no es un costo inevitable, sino una virtud.

Pero como señalamos en otras oportunidades, la estabilización no garantiza la sostenibilidad. Es una condición necesaria, pero no suficiente. El programa acumula riesgos en áreas donde no ha intervenido con la misma decisión. Riesgos que, si no son atendidos, pueden comprometer lo logrado.

Uno de los más relevantes es el riesgo cambiario. El tipo de cambio se ha mantenido prácticamente fijo mientras los precios crecían, generando una apreciación real significativa. Esto erosiona la competitividad de los sectores transables, perjudica las exportaciones, incentiva el turismo al exterior, debilita el superávit externo y alimenta la expectativa de una corrección futura. En julio, el tipo de cambio oficial comenzó a moverse hacia el techo de la banda, mientras crecen las operaciones y la intervención del BCRA en el mercado de futuros. Si bien puede tratarse de movimientos típicos de un año electoral, el contexto —reservas escasas y dependencia del endeudamiento externo— exige prudencia.

El riesgo fiscal también está presente. Con la inflación descendiendo, el margen de licuación se reduce y el ajuste requiere recortes más quirúrgicos. En los primeros cinco meses del año, sólo los subsidios cayeron en términos reales. Mientras tanto, se multiplican las presiones para recomponer ingresos de jubilados, empleados públicos y provincias.

En materia monetaria, los riesgos son más bajos, pero no inexistentes. La base monetaria crece acompañando la demanda de dinero, pero también porque el Tesoro ha comenzado a utilizar parte de sus depósitos en el BCRA, alimentados por transferencias contables. Esa relajación, aunque transitoria, implica una señal que debe monitorearse.

Los riesgos políticos se han intensificado. La estrategia de confrontación del Presidente, que sirvió para consolidar apoyo popular, muestra ahora limitaciones. El Congreso ha ganado iniciativa, el Gobierno ha perdido parte del control sobre la agenda y se debaten proyectos que apuntan a la línea de flotación del ancla fiscal. La aprobación de reformas estructurales —condición necesaria para que el cambio sea sostenible— luce más incierta que en los primeros meses de gestión.

Por su parte, los riesgos sociales comienzan a acumularse. El salario real, que se había estabilizado, volvió a caer. Los aumentos en tarifas y servicios esenciales superan la inflación promedio, afectando la capacidad de consumo de amplios sectores. Si bien algunas medidas como el incremento de la AUH y la desintermediación de programas sociales sirvieron de amortiguador, no pueden compensar indefinidamente la falta de recuperación de los ingresos laborales. La tensión social crece, y puede condicionar la viabilidad de un programa que requiere consensos para avanzar.

En este marco, cabe preguntarse si los riesgos podrían desembocar en una corrección brusca —cambiaria, inflacionaria o financiera— o si, más probablemente, enfrentaremos un deterioro progresivo que obligue a revisar el programa en forma parcial. La historia económica argentina ofrece ejemplos de ambas trayectorias. Si el tipo de cambio no se ajusta y no se acumulan reservas, el dólar puede convertirse en el “gatillo” de una nueva crisis. Pero también es posible que el desgaste sea acumulativo: una suma de tensiones —rezago salarial, déficit externo, conflicto político, fatiga social— que por sí solas no desestabilizan, pero que en conjunto erosionan la sostenibilidad.

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