Credibilidad económica: el factor clave para que la estabilización se sienta en la calle

(Por Luis Secco - economista y director de Perspectiv@s Económicas) La economía muestra señales de orden, pero la percepción social sigue rezagada. Para que la estabilización llegue a la vida cotidiana, se necesitan reglas duraderas, un régimen cambiario creíble, metas fiscales verificables y reformas que impulsen productividad y empleo.

Cada vez que se publica un dato de actividad o de inflación vuelve la misma inquietud: ¿cuándo se notará en la vida cotidiana que la economía se estabiliza y de que esta vez sí será diferente? Las respuestas suelen buscarse en el último indicador del INDEC, pero el problema no es sólo de cifras. Es, sobre todo, de expectativas: de si los agentes creen que lo que hoy luce como una tregua se transformará en un esquema duradero, con reglas claras y sin “próximas correcciones” a la vuelta de la esquina.

La reciente discusión alrededor del EMAE (Estimador Mensual de la Actividad Económica, lo más parecido al PIB pero de frecuencia mensual) reavivó el punto. Las correcciones hacia arriba y habituales de la serie desestacionalizada —más visibles cuando se cierra un trimestre— alimentan la sensación de divorcio entre los datos y la realidad. Los números mejoran, pero la percepción de la calle no tanto. 

Más allá de la cuestión meramente técnica, lo que termina pesando es la composición: mientras actividades de gran porte urbano (comercio, industria, construcción, transporte) continúan por debajo de los niveles de inicio de año, los motores que traccionan —agro, minería, algunos servicios— están menos repartidos geográficamente y emplean menos personal por unidad de inversión. El promedio, entonces, no refleja del todo cómo se siente la economía en los grandes aglomerados urbanos y suburbanos.

De allí que la pregunta social sea persistente. La macro ordenada es condición necesaria para mejorar el ingreso, pero no alcanza por sí sola. Hace falta completar la transición: pasar de una estabilización apoyada en anclas tácticas a un marco previsible que elimine el incentivo a esperar la “próxima fase”. En el frente cambiario esto significa algo muy concreto: dejar de administrar la incertidumbre y administrar, en cambio, un régimen que pueda flotar sin sobresaltos, con reglas de intervención conocidas y sin controles de capitales (cepo). Cuando el precio del dólar es un dato económico —y no un objetivo político— la formación de precios deja de incorporar un seguro contra futuros cambios de reglas; caen las primas de cobertura, mejora el financiamiento y la inversión vuelve a mirar el mediano plazo.

La otra mitad de la ecuación es fiscal y monetaria. La desinflación se sostiene cuando el resultado primario deja de depender de licuaciones y se apoya en reformas que hagan previsible la trayectoria del gasto y de los ingresos: un presupuesto aprobado, un esquema tributario más simple y menos distorsivo, un régimen previsional sostenible y un vínculo Nación–provincias que premie la responsabilidad. La política monetaria, por su parte, necesita una brújula explícita —agregados o tasa de interés, pero con objetivos operativos claros— que haga transparente el vínculo entre metas, instrumentos y resultados.

El tercer bloque es el de la productividad. Aun con la macro en calma, el empleo formal no despegará si contratar sigue siendo caro y riesgoso. La clave es mover la frontera de proyectos “casi viables” a viables: simplificar modalidades de contratación, acotar la litigiosidad esperada y aliviar cargas en la base salarial más baja, mientras se empuja una agenda micro de productividad en los sectores que más mano de obra emplean —comercio, turismo, construcción, segmentos de la industria— con infraestructura y formación pertinente. En paridad, la apertura comercial potencia estos esfuerzos: abarata la canasta —algo decisivo para los hogares de menores ingresos— y redirige recursos hacia donde el trabajo se paga mejor. Pero su timing importa: sin reglas laborales razonables y un régimen cambiario creíble y que reduzca el riesgo de una apreciación real persistente, la apertura corre el riesgo de traducirse en más informalidad y menos inversión.

¿Dónde encaja el apoyo externo en este cuadro? 

Puede ser un buen estabilizador, pero su potencia depende de la letra chica y, sobre todo, de que no se lo use para negar la realidad de mercado. Un respaldo transparente —con montos, instrumentos y objetivos— ayuda a anclar expectativas; de lo contrario las deja a merced de viajes, encuentros, rumores y tuits. Pero, la señal más fuerte sigue siendo la doméstica: un programa que explique cómo se moverá el tipo de cambio, cómo se operará la política monetaria y qué metas fiscales verificables guiarán el ancla nominal.

El escepticismo social no es un capricho; es la memoria de muchas transiciones inconclusas. Por eso, el desafío hoy no es multiplicar gestos, sino producir evidencias: intervención cambiaria sujeta a criterios públicos, metas fiscales y financieras alcanzadas sin conejos en la galera, propuestas del Ejecutivo aprobadas en el Parlamento y una agenda micro que baje el costo de contratar. Argentina necesita un cambio de régimen de expectativas, ese cambio no llegará por arte de magia sino con la paciente construcción de credibilidad.

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