El nuevo régimen cambiario: una apuesta necesaria pero no suficiente
El levantamiento del cepo cambiario y la implementación de un nuevo régimen dentro de bandas de flotación constituyen, sin dudas, un hito en el programa de estabilización en marcha. El Gobierno lo venía anticipando como el paso que faltaba para completar el ordenamiento macroeconómico y, finalmente, decidió dar dicho paso aprovechando la coyuntura favorable creada por el Acuerdo con el FMI y sus fondos frescos y la estacionalidad de las exportaciones de la cosecha gruesa.
Además, la reducción del ritmo del crawling peg del 2 al 1% no había dado los resultados esperados y la inflación se mostraba mucho más viscosa y difícil de bajar que lo esperado por el Gobierno. Todo indicaba que para consolidar una baja de la inflación que no se agotase en una estabilización transitoria, era imprescindible avanzar hacia un régimen cambiario más consistente y sustentable.
Desde diciembre, el programa descansaba en dos pilares: disciplina fiscal y restricción monetaria. A eso se le sumó ahora un régimen de tipo de cambio que, al menos en el diseño, pretende erradicar las dudas que despertaba el anterior y, sobre todo, le dé la posibilidad de acumular reservas. Pero como ocurre con toda “pata faltante”, su incorporación modifica el equilibrio general. Y, con ello, abre una nueva fase del programa, que no es apenas la continuidad de la anterior.
En el corto plazo, esta nueva etapa busca recrear un entorno de estabilidad cambiaria, algo que ya venía ocurriendo en los meses previos, pero que ahora debería sostenerse sin la intervención recurrente del BCRA, que recordemos que intervenía tanto en el mercado oficial como el libre.
En sus primeros días de funcionamiento, el nuevo mercado único funcionó sin dichas intervenciones y la caída de la cotización del dólar (la apreciación del peso) obedeció a los ingresos de divisas por parte del complejo agroexportador (apresurados por el temor a futuras retenciones) y un derrumbe en la demanda de dólares por parte de importadores, que anticipan que el tipo de cambio oficial seguirá bajando. En otras palabras, tranquilidad cambiaria sustentada en razones que no necesariamente se repetirán indefinidamente hacia adelante.
Aquí surge el primer interrogante: ¿Este nuevo régimen cambiario corrige los desequilibrios del anterior o los profundiza? La consecuencia menos favorable del esquema previo, la apreciación del tipo de cambio real, lejos de revertirse podría acentuarse. La combinación de la apreciación nominal de los últimos días y una inflación que seguiría al 3% mensual por un par de meses, más la posibilidad de que el tipo de cambio continúe a la baja sólo puede tener como resultado un peso cada vez más caro en términos reales. Y esto ocurre con el Gobierno sosteniendo que el peso se va a seguir apreciando. Pero, ¿qué tan sostenible es esta dinámica?
La apreciación real erosiona la competitividad y pone en dudas la capacidad de sostener el superávit comercial, algo fundamental si el objetivo es acumular reservas y reducir la dependencia del FMI. En ese sentido, cabe preguntarse: ¿Irá el mercado corrigiendo este desajuste llevando gradualmente la cotización del dólar hacia el techo de la banda? ¿Puede el Gobierno hacer algo para facilitar esa corrección sin sobresaltos? Una opción, que no aparece hoy en el radar oficial, sería acelerar el levantamiento del cepo que aún pesa sobre las empresas (pagos de dividendos, deuda intercompany, regalías, etc.), aumentando la demanda efectiva de dólares. Pero eso implicaría asumir ciertos riesgos que, al menos por ahora, el Gobierno no parece dispuesto a enfrentar.
Sea como fuere, el nuevo régimen no puede limitarse a garantizar tranquilidad cambiaria (e inflacionaria), y debe demostrar que es compatible con el resto del programa. Es decir, que puede convivir con la consolidación fiscal, la política monetaria contractiva y, sobre todo, con una economía que recupere niveles de actividad sin forzar nuevas inconsistencias. La estabilidad, que por ahora se mide en tipo de cambio y tasas de inflación mensuales, debe demostrar que también es compatible con la inversión, el empleo y el crecimiento sostenido.
Detrás de estas dudas subyace un interrogante recurrente: ¿Puede una economía como la argentina crecer con un peso apreciado en términos reales? La historia reciente sugiere que no. Y no porque el tipo de cambio real sea un “fetiche” ideológico, sino porque cuando se aprecian las monedas en países con baja productividad, el resultado suele ser más importaciones, menos exportaciones, menos inversión productiva y, en última instancia, menos empleo de calidad.
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