El revés electoral que sufrió el oficialismo en la provincia de Buenos Aires reconfiguró las tensiones políticas y económicas en el tramo final hacia las elecciones legislativas nacionales. La espera hasta octubre ya anticipaba ser tensa, pero ahora se suma un nuevo nivel de incertidumbre: el Gobierno no solo deberá sortear las dificultades que ya venía acumulando, sino también hacerlo en un escenario más frágil y sin margen para modificar el rumbo económico antes de votar.
Desde hace semanas, la macroeconomía muestra señales de fatiga: fuerte atesoramiento de dólares, tasas de interés altas y volátiles, estancamiento de la actividad, caída en la confianza y demanda debilitada de activos en pesos. A esto se suma el mensaje reiterado del equipo económico: no habrá cambios en las políticas hasta después de octubre. Esa definición, más allá de su lógica, alimenta expectativas de ajuste futuro e incentiva la parálisis de decisiones.
En este contexto, el dato de inflación de agosto, publicado el miércoles, volvió a ubicarse por debajo del 2% mensual (1,9%), igual al de julio y en línea con los registros de los últimos meses. La inflación núcleo fue del 2,0%, los regulados subieron 2,7% y los estacionales cayeron 0,8%, ayudando a contener el promedio general. Aunque en septiembre podría registrarse un leve repunte, no parece que eso vaya a alterar el resultado electoral. En todo caso, el dato de agosto refuerza uno de los logros del programa: la desinflación persiste incluso con volatilidad financiera, pero la estabilidad de precios, por sí sola, no alcanza para revertir el humor político ni mejorar el clima social.
La respuesta oficial al golpe político fue concentrarse en el diagnóstico electoral: falló el armado territorial, no el programa económico. Se crearon mesas políticas, pero sin cambios sustanciales en los nombres ni en el enfoque. Ese razonamiento es comprensible, pero incompleto. Si la economía no da respuestas, la política pierde cohesión y la gobernabilidad se resiente, y si los votantes no perciben resultados, tienden a alejarse, aunque compartan los objetivos generales.
¿Qué puede hacer el Gobierno de aquí a octubre para evitar un deterioro terminal y, al mismo tiempo, crear las condiciones para encarar un relanzamiento posterior con alguna chance de éxito?
- Primero, evitar promesas que no se cumplen. El Pacto de Mayo es un ejemplo claro de cómo una convocatoria ambiciosa puede diluirse en un puñado de fotos y declaraciones. La palabra pierde valor cuando no se traduce en hechos.
- Segundo, bajar el nivel de confrontación. Agredir o descalificar a los actores políticos que podrían acompañar reformas clave —gobernadores, legisladores, líderes de opinión— no ayuda a construir mayorías. Tampoco lo hace el desprecio hacia quienes no votaron al oficialismo. La generalización de que quienes no acompañan al Gobierno son ignorantes o dependientes del Estado es injusta, ofensiva y políticamente costosa.
- Tercero, dar respuestas claras frente a las sospechas de corrupción. La estrategia del silencio o del ocultamiento genera más dudas que certezas. No se trata solo de evitar daños reputacionales: está en juego la credibilidad de una administración que prometió un cambio de ética pública.
- Cuarto, aumentar la transparencia en la conducción de la política monetaria y cambiaria. La gestión de la economía no puede sostenerse en la repetición del mantra “Todo marcha de acuerdo al plan”. Cuando los instrumentos pierden eficacia, cuando el relato no se condice con la realidad, la credibilidad se resiente y el descreimiento se multiplica. En este punto, un instrumento que podría ayudar al Gobierno a recuperar la iniciativa es el proyecto de Presupuesto 2026. Será presentado el lunes que viene por el Presidente Milei y, si bien es probable que su aprobación quede en manos del Congreso (que asumirá en diciembre), el momento puede ser útil para marcar un punto de inflexión.
La oportunidad está en usar esa presentación para abrir un debate serio sobre el gasto público, explicitar restricciones, ordenar prioridades y decir con claridad para qué hay plata y para qué no. No es sólo una cuestión técnica: es un acto de sinceramiento político.
Mientras tanto, en un contexto de tasas elevadas, dolarización latente y falta de anclajes institucionales claros, cada licitación de deuda del Tesoro será un evento tan político como financiero, y el resultado de la licitación del Tesoro realizada el miércoles se presta para algunas interpretaciones interesantes.
El Gobierno logró renovar el 91.43% de los vencimientos ($ 6,633 billones de un total de $ 7,418 billones), con tasas algo más arbitradas aunque todavía en una curva de rendimientos invertida evidenciando la mayor incertidumbre reinante en el cortísimo plazo. Si bien no sería apropiado extrapolar el resultado, el mercado la podría leer como un ensayo general de lo que vendrá: tasas más bajas y, por ende, una posible menor preocupación por evitar que el dólar toque el techo de la banda. Al menos la actividad del BCRA de los últimos días operando para bajar las tasas en la previa de la licitación apunta en esa dirección.
Después de octubre, si el resultado electoral lo favorece, el Gobierno contará con más oxígeno para relanzar su programa. Pero ese relanzamiento es inevitable cualquiera sea el resultado y no podrá demorarse. No alcanzará con ganar una elección si no se transforma, casi de inmediato, en una nueva arquitectura política y económica capaz de sostener las reformas estructurales que aún no se han iniciado.
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