¿Esta vez sí será diferente? (Un análisis sobre el ajuste, el liberalismo y los desafíos pendientes)

(Por Luis Secco - economista y director de Perspectiv@s Económicas) El ajuste fiscal no tiene precedentes, pero la historia argentina y las reformas fallidas del pasado son recordatorios de las restricciones estructurales vigentes.

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Uno de los argumentos más repetidos por el Gobierno es que lo que está haciendo “no se vio nunca en la historia” y que, por lo tanto, “esta vez es diferente”. Y, aunque ese tipo de afirmaciones suele encender alarmas —porque en economía las frases absolutas tienden a anticipar decepciones—, lo cierto es que hay aspectos del proceso actual que, al menos en la historia reciente, resultan inusuales.

El ajuste fiscal implementado desde el inicio de la gestión es uno de ellos: se logró un superávit primario desde el arranque del mandato, y se sostuvo durante el primer cuatrimestre del año, incluso con una baja parcial de impuestos. En un año electoral y en un país con una larga tradición de déficits, su continuidad no deja de ser un dato atípico. Lo mismo puede decirse de la velocidad con la que está descendiendo la inflación, explicada en buena medida por la apreciación cambiaria y el ancla fiscal. Y también es inédito el tono —y la centralidad discursiva— que el presidente le ha asignado al recorte del gasto público. Nunca antes se había construido una narrativa de poder con semejante nivel de convicción sobre la necesidad de ajustar.

Sin embargo, que haya rasgos diferenciales no significa que todo sea distinto. La historia económica argentina está llena de momentos en los que se creyó haber hecho un giro definitivo. Y muchas veces, ese exceso de confianza fue el preludio de nuevas crisis. Las dificultades actuales para motorizar la actividad, la falta de acumulación de reservas y la ausencia de una estrategia política clara para encarar las reformas estructurales pendientes son señales de advertencia. No todo puede resolverse con voluntad política o con una narrativa disruptiva.

Desde el retorno de la democracia, hubo otros momentos que también buscaron romper con el pasado. El ciclo inicial de la convertibilidad, por ejemplo, estabilizó los precios con una velocidad notable y bajo un régimen monetario mucho más rígido que el actual. El gobierno de Menem impulsó desregulaciones, privatizaciones y una apertura agresiva, pero se quedó siempre corto en materia fiscal. Macri, por su parte, aunque no logró consolidar su programa, mostró señales iniciales de cierta ortodoxia fiscal, reducción de subsidios y búsqueda de equilibrio presupuestario. Pero sólo alcanzó un superávit primario recién antes de las PASO de 2019, de forma tardía y más gradual que el ajuste actual.

La experiencia de Néstor Kirchner, en cambio, fue de otro orden. El superávit fiscal y comercial con el que contó en sus primeros años no fue producto de una estrategia deliberada, sino herencia de la brutal contracción post-crisis de 2001, en un contexto de precios internacionales favorables y sin presión externa (por el default). Desde el inicio, el gasto público fue el motor elegido para impulsar la recuperación, y lo que siguió fue un proceso de expansión sin precedentes, que terminó siendo la antesala del deterioro institucional y macroeconómico que vendría después.

Lo que distingue entonces al actual gobierno no es tanto el contenido de las políticas, muchas de las cuales tienen antecedentes, sino la combinación de velocidad, magnitud del ajuste y radicalidad discursiva con que se presentan. En muchos sentidos, no es la primera vez que se aplican recetas de inspiración liberal, pero sí es la primera vez que se hace con este nivel de frontalidad ideológica.

De hecho, es también el primer gobierno que se autodefine como “liberal” sin matices. Menem y Macri tomaron medidas de corte liberal, pero desde coaliciones más amplias, con liderazgos menos confrontativos y con un grado mayor de negociación. Milei, en cambio, construye su identidad alrededor de una suerte de “renacer liberal”, que en su caso se entrelaza con una visión libertaria. Y aunque en el lenguaje corriente se los confunde, liberal y libertario no son lo mismo. El liberal clásico cree en la libertad individual, los mercados y el Estado de derecho, pero acepta un rol acotado del Estado en ciertas funciones básicas. El libertario, en cambio, desconfía de toda forma de intervención estatal y propone reducir el Estado a su mínima expresión. En la práctica, un libertario es un liberal sin frenos… y sin red.

Ahora bien, más allá de las etiquetas, lo relevante es lo que se implementa. Y ahí es donde surgen las tensiones. Porque un modelo liberal exige no solo libertad económica, sino también libertad política, algo que hoy aparece en entredicho ante ciertos rasgos autoritarios del oficialismo. Y en el plano económico, las asignaturas pendientes son muchas: un régimen cambiario todavía intervenido, un esquema tributario que castiga la formalidad, una economía todavía cerrada a la competencia internacional y un marco laboral obsoleto. En ese contexto, hablar de un modelo plenamente liberal parece, al menos por ahora, una exageración.

En todo caso, podríamos decir que estamos en una transición hacia ese paradigma, con avances, retrocesos y múltiples tensiones entre el ideario y la gobernabilidad. Hay algo nuevo, sí, pero también hay mucho de lo viejo que aún no ha sido desmontado. Y eso hace que la afirmación “esta vez es diferente” deba ser leída con cautela, porque la historia no se borra con decretos, y porque en economía, las diferencias reales se miden no solo por la ambición del discurso, sino por la capacidad de sostener las transformaciones en el tiempo.

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